¡¡¡
GRACIAS, GRECIA !!!
Autor: Pedro Tébar (Profesor de Latín y Griego)
Las personas, en la mayoría de
las ocasiones, ante adversidades y reveses que nos da la vida, reaccionamos de
dos maneras bien diferentes. Hundirnos en la desesperación y la tristeza hasta
que el tiempo y la memoria hagan el resto en nuestro ánimo, o bien, agarrarnos
a un hecho o situación puntual que nos haga reaccionar de forma positiva y nos
ofrezca consuelo, calma, reflexión y una salida buscando una respuesta ante esa
adversidad. Las lenguas clásicas y todo aquello que “huele” a la antigua Grecia
y Roma siempre es mirado con desdén y
soberbia, que, en mi caso, lo entiendo como un ejercicio de ignorancia y
“esnobismo” por no haber orientado la mirada como sí hacían griegos y romanos a
las respuestas que a día de hoy nos pueden dar si leemos algunas de sus obras.
Una de ellas, “Historia de la guerra del Peloponeso” nos narra el conflicto que
enfrenta a atenienses y espartanos por controlar toda Grecia en durante casi
treinta años. En uno de sus pasajes narra con excelente detalle una epidemia
que asola la ciudad, las muertes que provoca, los síntomas que conducen a morir
a sus habitantes…Ancianos, niños, mujeres, hombres, hasta gobernantes…Sí,
queridos, hasta el propio Pericles y su esposa, Aspasia, perecen víctimas de la
epidemia que no discrimina por clase, sexo, edad…
ATENAS, año 430 a. C… PRIMER
AÑO DE LA EPIDEMIA
El final de la era de Pericles
fue un periodo agitado en la antigua Grecia. Una extraña epidemia, la llamada
peste de Atenas, acabó con un tercio de la población de la 'polis' marcando así
el devenir de las guerras de Peloponeso. Parecía desaparecer y volvía a causar
estragos, hasta en cuatro ocasiones asola la ciudad hasta el 426 a.C. Científicos
de la Universidad de Atenas han desentrañado ahora las claves de esta plaga que
acabó con la vida de unas 300.000 personas porque no sólo asoló la ciudad, sino
también el “demo” (el entorno de la ciudad) y casi toda la península del Ática,
la región donde se ubica esta polis.
“Jamás se vio en parte algún
azote semejante y víctimas tan numerosas; los médicos nada podían hacer,
pues de principio desconocían la naturaleza de la enfermedad. Además, fueron
los primeros en tener contacto con los pacientes y morían en primer lugar…” Así
describía Tucídides la peste de Atenas que fue, en realidad, una epidemia
de fiebre tifoidea cuya descripción por parte del autor es en ocasiones tan realista
y tan minuciosamente descriptiva que os remito mejor a la obra si tenéis
curiosidad: “Los espartanos con el Ática a sus pies, están a las puertas de la
ciudad, pero se niegan a invadirla porque la cantidad de piras funerarias, la
altura de la llamas y el miedo paraliza su animoso espíritu bélico”.
Se trata de un texto
fundacional y una expresión insuperable de los valores de la democracia, enclavado
en los orígenes mismos de nuestra historia, constituye un ejemplo de conciencia
ciudadana y un modelo de reflexión política alentada por una optimista
confianza en las posibilidades del ser humano y en el uso de la cultura y el
razonamiento en beneficio del progreso. Pericles se dirige a la ciudadanía
ateniense en unas difíciles condiciones, una batalla donde ha habido una gran
cantidad de muertos y el comienzo de la terrible epidemia que estaba causando
estragos en la polis.
Este bello discurso inspiró,
entre otros, el llamado “Discurso de Gettysbourg” de Abraham Lincoln, tras la
batalla más cruenta que libraron los estados de la Unión y la Confederación de
los Estados Unidos durante la guerra civil americana entre 1861 y 1865.
Toma la palabra Pericles para
dirigirse a sus conciudadanos atenienses…
“La mayoría de los que hasta
este momento han pronunciado discursos en este lugar, elogian en gran manera
esta costumbre antigua de honrar ante el pueblo a aquellos soldados que
murieron en la guerra, pero a mí, en cambio, me parece que las solemnes
exequias que públicamente celebramos hoy son el mejor elogio de aquellos que
por su heroísmo las han merecido. Y también me parece que no se debe dejar a la
palabra de un solo hombre el hablar de las virtudes y heroísmo de tan buenos
soldados, ni tampoco creer lo que diga, ya sea un buen o mal orador, pues es
difícil expresarse con justicia y moderar los elogios al hablar de cosas de las
que apenas se puede tener una ligera sombra de la verdad.
Porque, si el que oye ha sido
testigo de los hechos, y quiere bien a aquel de quien se habla, siempre cree
que el elogio es insuficiente en razón de lo que él desea y de lo que sabe; y
por el contrario, al que los desconoce le parece, impulsado por la envidia, que
hay exageración en lo que supera su propia naturaleza. Los elogios pronunciados
a favor de otro pueden soportarse sólo en la medida en que uno se cree a sí
mismo susceptible de realizar las mismas acciones. Lo que nos supera, excita la
envidia y, además, la desconfianza. Sin embargo, ya que nuestros antepasados
admitieron y aprobaron esta costumbre, yo debo también someterme a ella y
tratar de satisfacer de la mejor manera posible los deseos y sentimientos de
cada uno de vosotros.
Empezaré, pues, por elogiar a
nuestros antepasados pues es justo y
equitativo rendir homenaje al recuerdo. Esta región, que han habitado sin
interrupción gentes de la misma raza, ha pasado de mano en mano hasta hoy,
guardando siempre su libertad gracias a su esfuerzo. Y si aquellos antepasados
merecen nuestro elogio, mucho más lo merecen nuestros padres. A la herencia que
recibieron añadieron, al precio de su trabajo y sus desvelos, la potencia que
poseemos, porque ellos nos la han legado. Nosotros la hemos acrecentado.
Aquellos que aún vivimos y nos encontramos en plena madurez, somos quienes
hemos aumentado y abastecido la ciudad de todas las cosas necesarias, así en la
paz como en la guerra. Nada diré de las proezas y hazañas guerreras que nos han
permitido alcanzar la situación presente, ni de la valentía que nosotros y
nuestros antepasados hemos demostrado defendiéndonos de los ataques de los
bárbaros o de los griegos. Todos las conocéis, por eso no voy a hablar de
ellas. Pero la prudencia y el arte que nos ha permitido llegar a este resultado,
la naturaleza de las instituciones políticas y las costumbres que nos han
ganado este prestigio, es necesario que sean expresadas ante todo. Después,
continuaré con el elogio a nuestros muertos. Porque me parece que en las
actuales circunstancias es oportuno traer a la memoria estas cosas y que será
provechoso que las oigan tanto los ciudadanos como los forasteros que se han
reunido hoy aquí.
“Nuestra constitución política
no sigue las leyes de las otras ciudades, sino que da leyes y ejemplo a los demás. Nuestro
gobierno se llama democracia, porque la administración sirve a los intereses de
la masa y no de una minoría. De acuerdo con nuestras leyes, todos somos
iguales en lo que se refiere a nuestras diferencias particulares. Pero en lo
relativo a la participación en la vida pública, cada cual obtiene la
consideración de acuerdo con sus méritos y es más importante el valor personal
que la clase a la que pertenece; es decir, nadie siente el obstáculo de su
pobreza o inferior condición social, cuando su valía le capacita para prestar
servicios a la ciudad. Nosotros, pues, en lo que corresponde a la “polis”, gobernamos
libremente y, asimismo, en las relaciones y tratos que tenemos diariamente con
nuestros aliados y vecinos, sin irritarnos porque obren a su manera, ni
considerar como una humillación sus goces y alegrías, que a pesar de no
producirnos daños materiales, nos ocasionan pesar y tristeza, aunque siempre
tratamos de disimularlo. Al tiempo que no existe el recelo en nuestras
relaciones particulares, nos domina el temor de infringir las leyes del estado,
sobre todo obedecemos a los magistrados y a las leyes que defienden a los
oprimidos y, aunque no estén dictadas, a todas aquellas que atraen sobre quien
las viola un desprecio universal.
“Y, además, para mitigar el
trabajo, hemos procurado muchas pausas al alma; hemos instituido juegos y
fiestas que se suceden cada año; y hermosas diversiones particulares que a
diario nos procuran deleite y disminuyen la tristeza. La grandeza e importancia
de nuestra ciudad atrae los frutos de otras tierras, de modo que no sólo
disfrutamos de nuestros productos, sino de los que nacen en el mundo entero.
“En lo que se refiere a la
guerra, somos muy distintos a nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que
nuestra ciudad esté abierta a todas las gentes y naciones, sin vedar ni
prohibir a cualquier persona que adquiera informes y conocimientos, aunque su
revelación pueda ser provechosa a nuestros enemigos; pues confiamos tanto en
los preparativos y estrategias como en nuestros ánimos y vigor en la acción. Y
aunque los otros (se refiere a los espartanos), en cuanto a la educación,
acostumbren, mediante un entrenamiento fatigoso desde la niñez…; nosotros, a
pesar de nuestra forma de vivir, no somos menos osados y valientes para
afrontar el peligro y los retos cuando la necesidad lo exige. De esto es buena
prueba que los lacedemonios (espartanos) jamás se atrevieron a entrar en
nuestra tierra sin ir acompañados de todos sus aliados; mientras que nosotros,
sin ayuda alguna, hemos hecho incursiones en el territorio de nuestros vecinos
y muchas veces, sin gran dificultad, hemos derrotado en país extraño a los
adversarios que defendían sus propios hogares. Ninguno de nuestros enemigos se
ha atrevido a atacarnos cuando habíamos reunido todas nuestras fuerzas, tanto a
causa de nuestra experiencia en las cosas del mar, como por los muchos
destacamentos que tenemos en diversos lugares de nuestro territorio. Si por
azar nuestros enemigos derrotan alguna vez a un destacamento de los nuestros,
se jactan de habernos vencido a todos y si, por el contrario, les derrota una
parte de nuestras tropas, dicen que han sido atacados por todo el ejército.
“Y efectivamente preferimos el
reposo y el sosiego cuando no estamos obligados por necesidad al ejercicio de
trabajos penosos y también [preferimos] el ejercicio de las buenas costumbres a
vivir siempre con el temor de las leyes; de forma que no nos exponemos al
peligro cuando podemos vivir tranquilos y seguros, prefiriendo la fuerza de la
ley al ardor de la valentía. Tenemos la ventaja de no preocuparnos por las
contrariedades futuras. Cuando llegan, estamos en disposición de sufrirlas con
buen temple como los que siempre han estado acostumbrados a ellas. Por estas
razones y otras más aún nuestra ciudad es digna de admiración. Al tiempo que amamos
simplemente la belleza, tenemos una fuerte predilección por el estudio. Usamos la
riqueza para la acción, más que como motivo de orgullo, y no nos importa
confesar la pobreza, sólo consideramos vergonzoso no tratar de evitarla. Por
otra parte, todos nos preocupamos de igual modo de los asuntos privados y
públicos que se refieren al bien común o privado y gentes de diferentes se
preocupan también de las cosas públicas. Sólo nosotros juzgamos inútil y
negligente al que no cuida la “polis”.
Decidimos por nosotros mismos
todos los asuntos de los que antes nos hemos hecho un estudio exacto: para
nosotros, la palabra no impide la acción, lo que la impide es no informarse con
detalle antes de ponerla en ejecución. Por esto nos distinguimos, porque sabemos
emprender las cosas aunando la audacia y la reflexión más que ningún otro
pueblo. Los demás, algunas veces por ignorancia, son más osados de lo que
requiere la razón, y otras, por querer cimentarlo todo en razones, son lentos
en la ejecución. Sería justo tener por valerosos aquellos que, aun conociendo
exactamente las dificultades y ventajas de la vida, no rehúyan el peligro”.
“En lo que se refiere a la generosidad,
también somos muy distintos a los demás, porque procuramos adquirir amigos
dispensándoles beneficios antes que recibiéndolos de ellos, pues el que hace un
favor a otros está en mejor condición que quien lo recibe para conservar su
amistad y benevolencia, mientras que el favorecido sabe que ha de devolver el
favor, no como si hiciera un beneficios, sino en pago de una deuda. También
somos los únicos en usar la magnificencia y liberalidad con nuestros amigos y
no tanto por cálculo de la conveniencia como por la confianza de la libertad”.
“En una palabra, afirmo que
nuestra ciudad es, en conjunto, la escuela de Grecia, y creo que los ciudadanos
son capaces de conseguir una completa personalidad para administrar y dirigir
perfectamente a otras gentes en cualquier aspecto. Y todo esto no es una
exageración retórica dictada por las circunstancias, sino la misma verdad; la
potencia que estas cualidades nos han conquistado, os lo demuestran claramente.
Atenas es la única ciudad del mundo que posee más fama que todas las demás. Es
la única que no da motivos de rencor a sus enemigos por los daños que les
inflige, ni desprecio a sus súbditos por la indignidad de sus gobernantes. Esta
potencia la demuestran importantes testigos y de una manera definitiva para
nosotros y para nuestros descendientes. Ellos nos tendrán en gran admiración
sin que tengamos necesidad de los elogios de un Homero, ni de ningún otro, para
adornar nuestros hechos con elogios poéticos capaces de seducir únicamente,
pero cuya ficción contradice la realidad de las cosas. Sabido es que gracias a
nuestro esfuerzo y osadía hemos conseguido que la tierra y el mar por entero
sean accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos eternos
de las derrotas infligidas a nuestros enemigos y de nuestras victorias.
“Esta es la ciudad pues que con
razón estos hombres no han querido dejar que fuera mancillada y por la cual han
muerto valerosamente en el combate; nuestros descendientes están dispuestos a
sufrirlo todo para mantener su defensa. Por estas razones me he extendido al
hablar de nuestra ciudad ya que quería demostraros que no luchamos por lo mismo
que los demás, sino por algo tan grande que nada lo iguala, y también para que
el elogio de los hombres objeto de nuestro discurso fuese claro y veraz…”
“La gloria del estado se debe
al valor de estos soldados y de otros hombres semejantes. Sus actos están a la
altura de su reputación y existen pocos griegos de los que pueda decirse lo
mismo. A mi parecer nada demuestra mejor el valor de un hombre que este final,
que entre los jóvenes es un indicio y una confirmación entre los viejos. En
efecto, aquellos que no pueden hacer otro servicio a la “polis” es justo que se
muestren valerosos en la guerra; pues han borrado el mal con el bien y sus
servicios públicos han sobradamente las equivocaciones de su vida privada. Ninguno
de ellos se dejó seducir por las riquezas hasta el punto de preferir los
deleites a su deber, ni tampoco ninguno dejó de exponerse al peligro con la
esperanza de escapar de la pobreza y hacerse rico, convencidos de que era
preciso el castigo del enemigo al goce de estos bienes, y mirando este riesgo
como el más hermoso, quisieron afrontarlo para castigar al enemigo y hacerse
dignos de estos honores. Sólo tuvieron confianza en ellos mismos en el momento
de obrar y al encontrarse, ante el peligro, sostenidos por la esperanza incluso
ante la incertidumbre del éxito. Prefirieron buscar su salvación en la
destrucción del enemigo y en la misma muerte que en el cobarde abandono; así
escaparon al deshonor y perdieron su vida. En el azar de un instante nos han
dejado alcanzando la mayor cima de la gloria y no el bajo recuerdo de su miedo.
“Así es como se mostraron
dignos hijos de la ciudad. Los supervivientes deben hacer todo lo posible para
conseguir una suerte mejor pero deben mostrarse al mismo tiempo intrépidos
contra sus enemigos, considerando que la utilidad y provecho no se pueden
reducir a las palabras de un discurso. También sería retrasarse inútilmente
enumerar ante gente perfectamente informada, como lo sois vosotros, todos los
esfuerzos encaminados a la defensa del país. Cuanto más grande os parezca el
poder de la ciudad, más debéis pensar que existieron hombres esforzados y
valientes que se lo procuraron por haber sabido practicar la audacia como
sentimientos de un deber y haberse conducido con honradez durante toda su vida.
Y cuantas veces fracasaron no se creyeron en el derecho de privar a la ciudad
de su valor y es así como le sacrificaron su virtud como la más noble
contribución, haciendo el sacrificio de su vida en común y adquiriendo cada uno
por su parte una gloria inmortal que les ha ganado sepultura honorable. Y esta
tierra donde ahora descansan es el recuerdo inmortal siempre renovado y
ensalzado en discursos y conmemoraciones. Las personas eminentes tienen la
tierra entera por tumba. Lo que atrae la atención hacia ellos no es sólo las
inscripciones funerarias grabadas sobre la piedra; tanto en su patria como en
los países más alejados, su recuerdo persiste a pesar del epitafio, conservado
en el pensamiento y no en los monumentos.
“Envidiad pues su suerte, decid
que la libertad se confunde con la felicidad y el valor con la libertad y no
miréis con desprecio los peligros… No penséis que los ruines y cobardes que no tienen
esperanza… son más razonables en guardar su vida que aquellos cuya vida está
expuesta al peligro se aventuran a pasar de la buena a la mala fortuna y que si
fracasan verán su suerte completamente transformada. Pues para una persona
sabia y prudente es más dolorosa la cobardía que una muerte afrontada con valor
y animada por la esperanza común.
“Por tanto no me compadezco por
la suerte de los padres que estáis presentes, sólo me limitaré a consolarles.
Ellos saben que entre las desventuras y peligros a que estuvieron sujetos
durante su vida se han ganado una merecida felicidad alcanzando esta honrosa
muerte como guerreros, al tiempo que vosotros recibís el dolor más honroso
viendo coincidir la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé muy
bien cuán difícil es persuadiros. Ante la felicidad de los demás, felicidad de
la que vosotros no habéis gozado, llegaréis en muchos momentos a recordar la
memoria de vuestros desaparecidos. Ahora bien, sufrimos menos cuando nos
privamos de los bienes que no hemos aprovechado que de la pérdida de aquellos a
los que estamos habituados. Es preciso por tanto sufrirlo pacientemente y consolaros
con la esperanza de que vendrán otros hijos, aquellos de vosotros que todavía
estáis en edad. En vuestra familia los hijos que tengáis en adelante os harán
recordar a los que ya no existen; y la ciudad ganará una doble ventaja: su
población no disminuirá y la seguridad estará garantizada, pues lo que entregan
a sus hijos al peligro en bien de nuestro estado, como lo han hecho los que
perdieron a los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo
hacen. En cuanto a los que no tenéis esta esperanza, recordad la suerte que
habéis tenido gozando de una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será
corto ¡que la gloria de los vuestros consuele vuestra pena!; sólo el amor de la
gloria no envejece y en la vejez no es capaz de seducirnos el amor al dinero,
como algunos pretenden, sino los honores que nos dispensan.
“Y vosotros, hijos y hermanos
de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo. No hay
persona que no elogie la virtud y esfuerzo de los que murieron. A vosotros, a
pesar de vuestros méritos, os será muy difícil alcanzar su misma altura y no
digamos superarlo. Porque, entre los vivos, el afán de emulación provoca
siempre la envidia, mientras que todos elogian y honran a los que mueren.
También haré mención de las mujeres que han quedado viudas, expresando mi
pensamiento en una breve exhortación: toda su gloria consiste en no mostrarse
inferiores a su naturaleza y a que se hable de ellas lo menos posible entre la
gente, tanto en bien como en mal.
“He terminado. Conforme a las
leyes, mis palabras han expresado todo lo que me pareció útil. En cuanto a los
honores de la ciudad, han sido ya rendidos en parte a los que aquí yacen más
honrados por sus obras que por mis palabras. En adelante, sus descendientes, si
son menores, serán adecuados hasta su adolescencia corriendo los gastos a cargo
del Estado. Es una corona ofrecida por la ciudad a fin de recompensar las
víctimas de estas batallas y sus supervivientes; pues los pueblos que
recompensan la virtud con magníficos premios obtienen también los mejores
ciudadanos”
“Ahora, una vez que habéis
llorado en honor de los desaparecidos, retiraos.” De esta manera se celebró el
entierro en este invierno con el que acabó el primer año de guerra
Tucídides, Historia de la
Guerra del Peloponeso II 34-46
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